Su asombro fue lo único que rompió el silencio del bosque y todos sus habitantes. La estrenada madre no cabía en sí cuando lo tomó en sus brazos por primera vez y él, luego de sonreír, dejó escuchar su voz precoz con la frase “Finalmente nos conocemos”. Aquella solitaria mujer no tuvo testigos del doble milagro que estaba experimentando en ese momento, el origen de la vida y el horror de la voz del recién nacido a cambio del típico llanto de bienvenida al mundo.
El olor a sangre y tierra todavía se mezclaba con la frescura de los eucaliptos. Fueron alrededor de tres minutos interminables que pasaron entre la primera frase de aquel bebé fenómeno y el grito de susto de su progenitora. Ante esa reacción, aquel nuevo humano quedó viendo los ojos de espanto de su madre, “¿No te alegra verme por primera vez?”. Ella desconocía los misterios del nacimiento o incluso de la concepción, pero si algo tenía claro es que un hijo no habla segundos después de nacer. La siguiente pregunta la sacó de su estupor, “¿No soy lo que esperabas?”.
Se levantó con su recién parido en brazos, lo cubrió con una manta y aun con el cordón umbilical uniéndolos corrió de regreso al pueblo. “¿A dónde me llevas?, ¿por qué estamos corriendo?, ¿pasa algo malo?”, la tormenta de preguntas no cesaba. Ella, ingenua y prematura, no sabía que responder, de hecho, ella misma no tenía respuestas. El parlanchín con sus minutos de vida tenía la curiosidad de un gato y profesaba la sabiduría de un búho. Si ella hubiera tenido algo de experiencia en el arte de la maternidad se hubiese detenido a escuchar y dialogar, pero no imaginaba lo que pasaría a continuación.
Miles de dudas daban vueltas en la cabeza de la madre pero solo una certeza: aquello no era normal. “¿A dónde vamos tan rápido?, ¿por qué no sonríes, mami?, ¿estás bien?, ¿dónde está papá?”. Cada pregunta era como un martillazo. Ella no buscó esto, no había sido su decisión, sin embargo ahora corría entrando al pueblo con un hijo en brazos. “¿Vamos a ver a mi familia?, ¿por qué no me miras?, ¿no me amas?”, continuaba con insistencia. Ella no quería preguntas en su vida, necesitaba una respuesta. “¡Ya cállate!” fue lo único que pudo vociferar.
Sin detenerse llegó donde el doctor, apresurada, no podía perder un segundo más. “¡Doctor, mire este engendro, desde que lo parí no deja de preguntar y preguntar!”, ella tenía sus brazos extendidos hasta donde el cordón umbilical le permitía. Silencio. El doctor tomo el bebé en sus manos con mucho cuidado, limpió su rostro, cortó el cordón umbilical y lo puso en una mesita alta. El bebé al ver al doctor sonrío por segunda vez en su vida y empezó a llorar, como lo hacen todos los niños al nacer y fue lo último que su voz compartió con el mundo.
1 comentario:
Sublime...
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