Puedo describirte las imágenes de lo que vi, pero los sonidos quedarán marcados dentro de mí. El canto del recuento y el lamento más profundo.
Sus siluetas en el borde de la ladera, ponchos y chalinas verdes, turquesas, celestes y rojos peregrinando en fúnebre marcha lineal. Se acercan trayendo una neblina invisible pero que congela las fibras íntimas del alma. Llegan los primeros lamentantes, llevan el ánfora blanca que transporta una vasija frágil y vacía. Tras ellos la voz desgarradora de lo inevitable, un canto tétrico en su propia lengua, dolor sintetizado en una melodía contundente, el resumen de una vida y la posibilidad truncada. Detrás de ella, el silencioso padre, muerto por dentro pero por fuera, inmutable. Los demás alargan la cola penitente.
Entramos al altar improvisado de la despedida y es su voz la que hace temblar las ventanas, su armonía tan conocida penetra mi ser e inunda mis ojos. ¿Cómo puedes contagiar tan delicadamente tu esencia? ¿Porqué tu canto simplifica toda mi vida con su resumen de toda nuestra existencia? Me llegan tus sonidos, entran por mis oídos como huestes de tristeza a zarandear cada recóndito rincón de mi experiencia, remueven los recuerdos de niñez y vejez, me elevan y me sustraen. Es tu ritmo tribal y tu temblor sincopado el que desboca tu pasión perdida en sincero llanto.
Tu hijo que hasta ayer te alegraba es ahora el contenido de un ánfora blanca de madera. Y sus años de vida nos sobrecogen en cada nota que sueltan tus labios. Más allá de las velas y las rosas, más allá del olor de la madera mezclado con la sabiduría del pueblo de Pacha Mama, aún más allá del gélido frío que el viejo viento de páramo nos ha legado o del hambre de los productos de la llacta, está la causa. El sentido que arrodilla mi voluntad es el oído. Tu dolor es mi dolor, el dolor de todos los hombres y mujeres de la tierra. Tu canto de muerte es la revelación de nuestro futuro.
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