Eva
La noche daba un toque demasiado terrorífico a la vivienda de caña, era similar a una cabaña primitiva; el verde bosque rodeaba por los cuatro lados de la vivienda; el sonido de los grillos acrecentaba la sensación vertiginosa de la oscuridad y el olor a eucalipto tenía tal fuerza que llegaba a marear y se volvía nauseabundo. Además de los grillos y uno que otro sapo nada más perturbaba el silencio. Dentro de la fría cabaña solo había una especie de colchón hecha de hierbas secas y un pedazo de piel de algún animal muerto como cobija. De una de las paredes colgaba una lanza y como mayor adorno un primitivo dibujo esbozado en el piso que simulaba una muchacha joven junto a una pila de madera seca quemada. Esa era la imagen de pobreza más melancólica que uno puede ver en toda su vida.
A unos treinta metros del refugio del frío y la lluvia caminaba sin rumbo fijo un joven. Sería un muchacho de máximo treinta años, se notaba que vivía hace ya mucho tiempo en medio de la selva por la destreza que demostraba para sortear los distintos obstáculos entre los árboles y su capacidad de sobrevivir en medio de la nada. La tecnología más avanzada que conocía era arrojar su lanza para matar animales y alimentarse de su carne cocinada. Se abría paso por arbustos, ramas y espinas con la facilidad que tiene una persona para respirar. Nada le importaba en la vida, solo ver la luz del siguiente día. A pesar de no tener nada material a que aferrarse, su boca dibujaba una sonrisa olvidada en el tiempo; su felicidad no consistía en la propiedad privada, sino en la existencia sin necesidades, para lo cual nada había alienado sus ideas de lo necesario y lo innecesario, en ese tiempo la comunicación era pura. Su historia, de dónde proviene y quiénes eran sus padres, no nos interesa, el hecho es que él –que por cierto, no tiene nombre, pues no lo necesita¬–, vive solo. La pregunta sería qué le impulso a dibujar a la muchacha en su refugio.
Los días eran todos iguales y la rutina no era causa de tristeza o desesperación, lo sorpresivo le aterraba. Por eso tenía una idea certera de la hora que era a cada momento, siempre hacía la misma actividad a la misma hora del día. Se despertaba cuando la luz del sol llegaba a su cara por la ventana y se dormía cuando debía alzar completamente la cabeza para ver la luna. Esta noche era de las que lo molestaban, no había luna.
¬— Tres vueltas más para el sueño y mañana empiezo de nuevo —pensaba al caminar nuestro personaje—. ¿Comer en la mañana qué? Animal que encuentre será. Noche mala hoy. Camino, camino, llego luego, vida, muerte.
Su lenguaje era burdo y no podía seguir el hilo de lo que decía, nunca llegó a aprender bien a hablar.
—Pasos en la selva. No soy yo el que está allá. Algo más vive. ¿Comida? —pensaba rápidamente el pobre hombre.
Jamás en su vida cíclica se imaginó lo que iba a encontrar. A cincuenta pasos de su posición se encontraba la peor amenaza que se pudo haber creado. Una especie de iguana de magnitud inmensurable se encontraba buscando alimento. En mala hora, el hombre no poseía su única arma, la lanza. El bosque se estremecía con cada paso que daba el gran animal, árboles caían, aves volaban, la oscuridad de esa noche se violentó. El hombre se asustó de sobremanera.
— ¡Huir, correr a casa! Animal no comida, yo comida de animal. Llego, vida o muerte —musitaba el pobre humano viéndose acosado por semejante bestia—, correr vida, parar muerte.
No se detuvo más. La noche no fue impedimento para que viese al monstruo verde acercándose a él de frente y sin dubitaciones. Corrió y corrió, no paró. El camino lo conocía bien, ese lugar le era lo más conocido del mundo, que en ese tiempo era solo lo que uno conocía. El instinto de supervivencia es el más fuerte impulsador que anima al humano a actuar, más allá de los sentimientos y los razonamientos. Continuaba a toda velocidad y descalzo por el camino, escapaba de la muerte literalmente.
En su desesperación y por la oscuridad imperante no se fijó la piedra con la que antes, en la tarde se tropezó y enfureció, y por segunda vez tropezó. Sus ojos se nublaron, el mundo dio la última vuelta para él, negro y nada más. El hombre se desmayó.
Pasó el tiempo, que para nuestro personaje no fue más que el tiempo que toman cincuenta y tres pasos. En ese tiempo se trasladó a una isla paradisíaca, de clima templado, de palmeras verdes y muy altas, de olor a frutas maduras y arena blanca, de una playa cristalina con agua calmada, de paisaje inolvidable. En la isla no estaba solo, sentía la compañía de alguien, una mujer. Una hermosa mujer de cabellos largos rubios hasta la cintura, una mujer que no tapaba su desnudez, tenía ojos cafés claros fijos en el hombre. Era la misma mujer que había visto muchas veces antes cuando la luna se ponía y cerraba los ojos, era lo más llamativo de su vida, era lo único que no tenía preparado. Su sueño lo reflejaba en el piso de su refugio, la mujer que calmaba su dolor y su pasión inconsciente debía ser inmortalizada. Se acercaba a ella en visiones, se acercaba de manera indecente, sin ataduras, sin prejuicios, sin responsabilidades, sin recordar su verdadera situación.
Al tocar su cuerpo abrió los ojos de manera asustadiza, no quería salir de su fantasía pero lo hizo. Y cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí, esperando a comer a su víctima en perfecto estado, sin dejarlo perderse el momento de sentir el dolor de la muerte en su propio cuerpo. El cuerpo del hombre fue engullido al momento por la temible criatura, pero su mente y corazón se desplazó a una isla paradisíaca a encontrarse con su compañera espiritual.
Escrito originalmente el 11 de noviembre del 2003
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