–No es eso, busca más profundo dentro de ti.
Me sacas tan de repente del asombro con esa frase. Siento amargo el último trago de vino. Espero antes de regresar a verte. Lo admito, tengo miedo. Solo deseo borrar las palabras, esa idea de mi mente. Me acabas de hablar, ¿cómo no puedes estar? Si mis sentidos te sienten.
Deben ser las dos de la mañana, el frío entra sin ser invitado. Truenos a lo lejos vaticinan lo que dentro de mí es inevitable. Me limpio una lagrima de mi mejilla antes de que toque el borde de mi labio. “Busca más profundo”.
Lentamente vuelvo mi mirada, el equipo de sonido está prendido pero dejó de sonar hace largo tiempo, la botella de vino está en el lugar de costumbre, medio llena –o medio vacía- sobre el parlante izquierdo. Unos cuantos adornos de cristal y la lámpara apagada llenándose de polvo en la esquina, desenchufada. Un cuadro en la pared, un paisaje, la misma montaña con un único árbol en su cima, nubes grises, y toques de morado en lo que se ve de cielo. Y estás tú, sentada sobre tus piernas en el sofá, agarrando la taza de café con las dos manos y tu rostro inclinado, estás viendo la línea de luz que surge desde la cocina.
–Mi amor, dime… ¿qué es lo que está pasando?– digo con cuidado de no permitir que se me quiebre la voz.
Inmutable tú. Hace no mucho tiempo te hubieras volteado, me hubieras sonreído de esa manera especial que logra apaciguar todo mal, agacharías un poco tu cabeza y viéndome dirías “ya, olvídalo… todo bien, ¿sí?”, me tomarías de las manos, jugarías con mis dedos sin dejar de verme directo a los ojos. Siempre tienes la cura para todo. Hoy no es así, y yo siempre fui malo para arreglar las cosas. Por eso te necesito.
Busca… busca…
Te miro a los ojos intentando ser tú. La verdad espero una señal de tu parte, un gesto que me guíe y nada. Suspiro.
–Me encanta cómo te queda este vestido,– intentas sonreír. –De negro siempre te ves bien, bebé.– ésta vez soy yo el que intenta sonreír.
Conseguí moverte. Dejas el café en la mesa de un solo movimiento, como si lo hubieras tenido todo calculado. Doblas las piernas delante de ti y las abrazas con los dos brazos, puedo sentir el viento que provocas con tus movimientos. Me miras pero ya no hay ni rastro de cariño en tu mirada. Esa es otra mirada que conozco bastante bien, es la mirada que precede a una acotación aparentemente obvia que jamás puedo adivinar cuál es, esa es tu forma de guiarme.
–¿A qué le temes tanto?
¡He ahí! Me preguntas lo que jamás he sabido responder. Tengo miedo a que tú no estés, a tener que estar solo, a pasar por esto sin tu ayuda. Tengo miedo a la soledad. Tengo miedo a que no estés ahí. Lo sé, pero no lo puedo pronunciar. Me siento como los niños, saben que no pueden contar sus deseos de cumpleaños pues de hacerlo no se cumplen. Es igual, pero al revés.
– No sé, siento tantas cosas, no podría decirte.– Sabes que no te digo la verdad, ni siquiera pude verte.
Dejas de abrazar tus piernas y con tu mano derecha acaricias suavemente mi rostro. Siento el frío de tu mano, siempre han estado frías, siempre. Me agrada.
Te conocí por casualidad, o por regalo del destino. Ese día caminaba apresurado; tarde, como siempre. Empezaron a caer gotas de lluvia, y, a contrario de lo acostumbrado, aminoré el paso, el aguacero, qué mejor excusa. Venía escribiendo versos en mi mente, buscando relatar mi soledad de maneras más convincentes. La bulla de carros, paraguas y gente apresurada sonaban como sacados de una película, todo irreal, lejanos a mí.
La lluvia no tardó en convertirse en algo más, ya podía escuchar los titulares del día siguiente: “Inundaciones en el sur”, “Deslaves en las laderas al occidente de la ciudad”, “Tráfico en la capital: un completo caos”. Yo caminaba lento. Y se rompió el hilo de mis ideas violentamente, un taxi –que nunca falta- acababa de pasarse un semáforo en rojo a toda carrera junto a mí, salpicándome agua en todo mi lado izquierdo. Regresé a ver, no con iras, con esa sensación de conformidad pesimista, me volteé bruscamente, pensé ser el único ser humano del planeta en ese sitio, y sentí algo pinchando mi ojo.
–¡Perdón! ¿Estás bien?
“Esa no era la mejor pregunta para ese momento”, pensé.
–Ah, sí…– Respondí apurado mientras me frotaba el ojo. Con el golpe y la lluvia no pude ver nada.
–Lo que pasa es que este paraguas es demasiado grande, y luego ese taxi… En serio, lo lamento.– Quedé bajo el gran paraguas que hace poco me hizo ver estrellas. –Déjame ver tu ojo.
Me tocaste por primera vez, debió haber sido la lluvia, pero me helaste todo el cuerpo con el toque de tu mano en mi rostro.
Pestañeo otra vez, estoy sentado en el mismo sofá negro de cuero. Hay un olor penetrante a café, hace calor. No estás.
---continuará---