Ella siempre tuvo los sueños grandes y las ganas de cumplirlos -hasta ahora lo logra-. Él, por su lado, siempre tuvo el poder de jactarse de sus capacidades más allá de la realidad.
Con el perfecto pretexto de ayudarle a escribir un discurso importante, el conoció su guarida, hasta ese momento, desconocida. Descubrieron un vicio, el café, segunda excusa. Siempre él queriendo ser parte de logros ajenos por falta de sueños propios. En realidad, él estaba de más -hasta ahora, talvez-, ella podía todo con sus propias manos, no necesitó de nadie para cumplir ese sueño.
Él le deseaba suerte o bendiciones en su proyecto. Él ignoraba que el camino era demasiado largo. Solo conocía pequeñas partes de ella, solo retazos de un todo que siempre superará su imaginación. Ella, dulce, aún tenía lienzos blancos dentro de sí.
Ese momento hermoso y tierno aún en que sus miradas querían decir más de lo que sus labios se atreverían a decir. Él, tramposo y vividor, iba de a poco dejando semillas de oscuridad en el jardín de la ternura. Sus necios paradigmas y existenciales conflictos invadían su capacidad de comunicarse. Vestía su presencia con capa de siete misterios para pretender ser más interesante que lo que era realmente.
Época de delfines, años de juventud plena. Ella encontraba llamativos los dones de aquel payaso triste que sabía camuflar muy bien ante la gente sus intenciones. Cuando el rostro de él aun podía sonreír sin que se noten los bordes de su careta.
Ella consiguió su sueño. Ese discurso no la puso donde estuvo, fue ella y su carisma y su motivación. Esas palabras escritas en un papel solo fueron el justificativo que él uso para abrigar su corazón, sin saberlo ninguno de los dos. Asumo yo que ella empezó a abrir su corazón; él lo tenía abierto y dispuesto a dejar entrar toda la luz que emane de ella... y no solo de ella... Él no tenía remedio.
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